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Prólogo: Jakharo I

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Jakharo supo, en el momento en que puso una zarpa dentro del círculo que habían trazado en la tierra, que aquella sería su última pelea. Cada pelo de su manto le pesaba, y cada vez que tomaba aire sentía que el pecho se le estrechaba más y más. Estaba enfermo, moribundo probablemente, y ese combate no haría sino poner fin a su vida de manera más rápida y piadosa que el mal que lo aquejaba y con el que había cargado en silencio durante tanto tiempo.

Se esforzó, sin embargo, por alzar con orgullo la cabeza cuando su rival entró en el círculo, gruñendo y mostrando los dientes. El que se alzaba ante él era un lobo inmenso, de espeso pelaje gris y blanco cubierto de cicatrices y ojos ambarinos. Jakharo podía percibir en el suelo la potencia de sus músculos con cada paso que daba en un amplio círculo a su alrededor. Lo siguió, evitando darle la espalda, pero no le devolvió el gruñido; sentía que debía ahorrar fuerzas.

Jakharo era también enorme, en plenas condiciones más alto y fuerte que Daichi, pero la enfermedad había mermado sus energías y le dificultaba mantener una postura firme. Su manto era más largo y espeso, con menos marcas de batalla que el de su rival, y del color marrón oscuro del suelo del bosque. Sus ojos, que solían ser de un brillante azul verdoso, observaban ahora apagados al que un día fue su amigo.

Y sin embargo, para todos los presentes, Jakharo se alzaba digno y serio, sin un ápice de duda o de debilidad.

—Aún puedes retirarte, Daichi—le dijo, pero giró a su alrededor para evitar mostrarle el lomo—. No tendría que ser así. Esto es una barbarie.

—Esto es la tradición de nuestra manada, Jakharo—replicó él con un gruñido—, y llevas demasiado tiempo ignorándola. Es la hora de que un verdadero viento de lluvia, alguien que respete las leyes de nuestros ancestros, dirija al pueblo.

—¿Lucharemos a muerte en lugar de debatir nuestras diferencias? —intentó responder Jakharo. Sintió un pinchazo en el corazón que no se fue hasta que respiró profunda y dolorosamente varias veces.

A su alrededor, a una distancia prudencial, decenas de lobos de todos los tamaños y colores los rodeaban. Algunos observaban la situación con emoción; la mayoría, inseguros y dubitativos. Unos pocos, con el más absoluto horror en la mirada. Jakharo los miró: todos le habían jurado lealtad, la mayoría habían luchado a su lado y vencido bajo sus órdenes. Le habían honrado y respetado, le habían seguido a la batalla, habían acudido a él en busca de consejos. ¿Qué había hecho falta para que ahora permanecieran quietos, expectantes, a la espera de que su líder muriese ante sus ojos?

Tan solo un desafío. La invocación de una ley tan antigua como su pueblo, grabada en las rocas de la muralla hacía tantos años que nadie lo recordaba.

—¡Esta es nuestra ley! —gruñó Daichi, furioso—Tú puedes ignorarla, pero yo no. Hemos dejado pasar esta desfachatez durante demasiado tiempo. Areghan cometió un error al escogerte y nosotros otro al permitirte insultar nuestras tradiciones durante tantos años. ¡No eres apto para liderarnos! ¡Eres débil y desdeñas las leyes de mi pueblo! Por eso te desafío, Jakharo, Corazón de Lluvia. Lucha por tu título y tu vida o ríndete y muere.

Era un desafío del que no podía escaparse. Lucharían en aquel círculo de tierra, a garra y colmillo, hasta que uno de los dos dejara de respirar, y Jakharo sabía, con todo el pesar de su corazón, que ese sería él.

No quiso mirar a su compañera, no pudo mirar a sus hijos. La vergüenza y el dolor lo corroían. Deseó haber tenido tiempo para despedirse, para prepararlos, pero solamente ahora sabía que había sobreestimado el tiempo del que disponía. Ya no quedaban trucos, no quedaban recursos secretos ni soluciones ingeniosas de las que lo habían hecho famoso. Solamente una última carta: la certeza de que Daichi creía que él ignoraba la ley.

Quizá merecía todo aquello, pensó. Quizá era cierto, al fin y al cabo, que la manada no podía aceptar el cambio, aunque lo hubiera traído con la mejor de sus intenciones. Quizá era mejor que se aferrara a sus tradiciones, a las leyes grabadas en la roca. Quizás Jakharo llevaba demasiado viviendo en tiempo prestado, y ya era hora de pagar todas sus deudas.

—Sea—dijo, apenado, y cuando cerró los ojos con un suspiro escuchó las zarpas de Daichi levantando arena al saltar sobre él. Sea, pensó también.

Pero no se diría de él que cayó sin dar batalla.

No era su primera vez contra un rival más fuerte y rápido que él, pero nunca se había visto en tamaña desventaja. Notaba sus reflejos lentos y el cuerpo cansado, reticente a obedecer sus órdenes, pero lo forzó a rodar sobre sí mismo para esquivar el primer ataque de Daichi. Lanzó una dentellada a las orejas de su rival y se le llenó la boca de sangre, pero recibió como respuesta inmediata un violento empujón que le cortó la respiración y se vio atrapado bajo el peso del lobo gris. Un destello de colmillos y la presión de sus poderosas mandíbulas sobre su cuello. Notó que le hacía herida, pero el espeso pelaje de la zona actuó como armadura, salvándole la vida y permitiéndole retorcerse violentamente para escapar del agarre.

Lo observó, jadeante, desde el límite del círculo. Aunque Daichi fuera el mejor de los guerreros de la manada, Jakharo sabía que su técnica era superior. Si no estuviera tan débil, si no fuera tan lento y si no le quemase el pecho cada respiración… Daichi no habría tenido oportunidad si no fuera por su mal. Lo conocía: era un guerrero poderoso, con una fuerza inmensa, que descargaba sus ataques más fuertes al principio para acortar la pelea todo lo posible. En circunstancias normales, podría bailar con él, desgastarlo, usar su resistencia superior para dejar que agotara sus energías y entonces someterlo, pero no se encontraba en circunstancias normales. Si alargaba demasiado el combate, sería el primero en caer. Debía usar el estilo de Daichi: rápido, furioso y despiadado.

Se abalanzó sobre el lobo gris con todo su peso, buscando su nuca con los colmillos, pero Daichi lo esquivó con agilidad echándose a un lado y volvió a empujarlo. Jakharo trastabilló, pero conservó el equilibrio y se lanzó de nuevo, fauces ensangrentadas por delante.

Se buscaron las gargantas largo rato, levantando tierra a su alrededor entre gruñidos furiosos y quejidos de dolor. Hubo instantes en que Jakharo creyó que podía ganar, pero Daichi era un guerrero experimentado en plenas facultades físicas y siempre lograba obligarlo a defenderse. Se cubrieron el uno al otro de heridas menores, ninguna lo suficientemente grave para resultar mortal en sí misma, pero que se acumulaban. Notaba su fuerza vital abandonándolo con la sangre que manchaba su manto. El círculo de tierra estaba ya cubierto de rojo, salpicado con trozos arrancados de pelaje. En cualquier batalla, a un enemigo en ese estado se le permitiría retirarse, pero no había retirada en un duelo formal. Solo la muerte o la victoria. Aquello era una barbarie, digna de los tiempos en que la ley se había escrito.

A Jakharo se le agotaban las fuerzas, y Daichi, que aún no mostraba señales de cansancio, no tardaría en darse cuenta. Debía terminar con aquello cuanto antes. Con la adrenalina corriendo por sus venas, el olor de la sangre embotando sus sentidos y el corazón en las orejas, era muy consciente de que se lo jugaba todo a su próximo movimiento. Después de eso, le alertó su cuerpo, no le quedarían fuerzas.

En la siguiente ocasión que tuvo de situarse sobre su rival, tomó impulso como si fuera a morderle la garganta, pero descargó todo su peso, zarpas por delante, sobre su cabeza, arrancándole un gruñido de dolor y sorpresa. Se abrió entonces una oportunidad, una breve ventana de tiempo que estaba listo para aprovechar. Mientras las fauces del lobo gris se cerraban en torno a su pata delantera con un chasquido de huesos rotos, Jakharo se abalanzó sobre la yugular desprotegida para asestar un golpe mortal… y entonces su pecho estalló de dolor, arrebatándole el aliento y las pocas fuerzas que le quedaban.

Un empujón bastó para tirarlo al suelo de costado mientras luchaba por respirar. Se le nublaba la vista por momentos, y luchó por mantenerse consciente a pesar del dolor que lo recorría. Una figura oscura se cernió sobre él, y sintió la presión de una zarpa sobre su hombro entumecido.

—Espera—musitó, e instintivamente trató de moverse, pero la pata destrozada estalló de nuevo en dolor y la fuerza que lo inmovilizaba se redobló—. ¡Espera! Quiero pedir un deseo. Puedo pedir un deseo. Está… está en la ley—alcanzó a decir en voz alta y rasposa, con un esfuerzo que oscureció su visión aún más. La oscuridad lo llamaba, tiraba de él. Se le estaba escapando la vida, pero no podía permitirlo sin cumplir con su deber una vez más. Una última vez.

El resoplido de Daichi le hizo parpadear. Estaba muy cerca. De los colmillos del lobo gris goteaba sangre caliente, su sangre, que le caía en la cara, pero no se había movido. Lo había escuchado. Y probablemente también los demás.

—No hagas daño a mi familia—reunió fuerzas para decirlo todo lo alto y claro que le era posible. Quería que lo oyeran todos, que fueran testigos de ello. En algún lugar de la nube borrosa de colores y movimiento a su alrededor supo que su compañera exclamaba algo en horror. Su corazón lloró por ella, por todo lo que habían compartido y lo que ya no podrían; aquello era todo lo que podía hacer por protegerla en adelante.

Lo siento, mi amor, quiso decirle, pero no sabía dónde estaba ni le quedaba voz. Lo siento tanto…

Sobre él, Daichi gruñó de nuevo, un asentimiento, y Jakharo cerró los ojos, agradecido.

Y se relajó por fin, sabiendo que iba a morir y que ya nada importaba.

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